lunes, 21 de julio de 2014

Piérdase aquí...




La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía. Los cambios de las primeras horas ocurren tan lentamente y se realizan con tanta seguridad que recuerdan algo ritual, como si la vida capitulara según determinadas reglas, una especie de gentlemen’s agreement por el que se rigen también los representantes de lo muerto, ya que siempre esperan a que la vida se haya retirado para iniciar la invasión del nuevo paisaje. Entonces, en cambio, es irrevocable. Nada puede ya detener a las enormes colonias de bacterias que empiezan a expandirse por el interior del cuerpo. Si lo hubieran intentado tan sólo unas horas antes, se habrían encontrado con una gran resistencia, pero ahora todo está quieto en torno a ellas, y penetran cada vez más en lo húmedo y lo oscuro. Alcanzan los canales de Havers, las criptas de Lieberkühn, las islas de Langerhans. Alcanzan la cápsula de Bowman en los riñones, la columna de Clarke en la médula espinal, la sustancia negra en el mesencéfalo. Y alcanzan el corazón. Éste sigue intacto, pero como ya no goza del movimiento al que toda su construcción está dirigida, hay algo de abandonado en él, podríamos imaginarnos algo así como una obra que los obreros han tenido que abandonar a toda prisa, la maquinaria inmóvil brillando con luz amarillenta hacia la oscuridad del bosque, los barracones vacíos, las vagonetas del funicular colgando cargadas hasta los topes por la ladera.

Mi Lucha
Karl Ove Knausgård

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