Al
recordarlo... disfruté más la primera vez que me masturbé que la
primera vez que estuve con alguien.
Las
sensaciones fueron diferentes.
La
primera vez que me masturbé estaba solo en casa, recostado en la
cama, tendría alrededor de catorce años, tenía el pene erecto. No
sabía muy bien qué hacer con él. Una amiga disfrutaba dejándome
ver sus senos, no me dejaba tocarlos. Una vez llegó a desnudarse
frente mío. Le gustaba que la viera. Era tímido, no forzaba la
situación y atendía a la regla que imponía. Veía sin la
posibilidad del tacto. En ella pensaba la primera vez que me corrí
sobre la cama. No saqué el miembro, ni lo tomé en mis manos,
entonces no sabía cómo hacerlo. Todos hablaban de esto en el
colegio, pero yo lo ignoraba. Doblé la almohada, la puse bajo la
pelvis, estaba acostado boca abajo, e hice lo que había visto y
practicado con algunas compañeras en el colegio sin llegar nunca a
terminar.
Movía
la pelvis, frotaba el pene erecto con la almohada. Lo hacía sin
encontrar fruto en ello, pero persistía. Una sensación fue
creciendo. Un adormecimiento empezó en las manos, lentamente se
extendió hacia el centro del abdomen. La sensación era
reconfortante, me excitaba e inhibía la razón. No pensaba en nada,
sólo quería seguir y seguir. Pensaba en aquella chica, en su coño
limpio, hermoso y en sus senos frescos.
La
respiración se agitaba. El adormecimiento recorrió el cuerpo hasta
hacerse una sensación tibia, dulce. Una bocanada de aire salió
expulsada de mi boca. Tuve una sensación increíble, que no puedo
comparar con nada, y me corrí.
Pensé
en la risa de una compañera de colegio cuando mostró la ropa
interior bajo su falda a cuadros. Me quedé pensando en aquello.
El
cuerpo sintió tal desbordamiento de energía que quedó allí como
si hubiera sido noqueado en un ring. No podía levantarme sin sentir
un cosquilleo por todo el cuerpo. Tuve una risita estúpida en lo que
quedaba del día, esta provocó una pelea con mi padre. Fui al baño
y tomé algo para limpiarme. Tomé la almohada, quité su funda y la
eché en el lavado.
Jamás
volví a sentir aquel adormecimiento, ni aquel estallido desde el
abdomen, ni aquel fuego tibio que me sobrecogió.
La
primera vez que tuve sexo no sabía qué hacer. Entre la primera
masturbación y la primera vez hay alrededor de un año. Fui a un
motel barato (también fue la primera vez que fui a uno). Era mayor
que ella pero ella se veía mayor que yo. Comenzó a hacerme sexo
oral. Decía en mi interior, “así que… así es cómo se siente”.
Ella lo hacía, en lo que calificaba como, “bien”, pero que luego
entendí no había sido más que una felación tonta y patética.
Ella sacaba el pene y lo volvía a meter sin succionarlo, sin jugar
con su lengua, tenía algún tipo de repulsión por el semen, se
detenía mucho para limpiarlo, había en ella mucho más asco que
placer, sin embargo, no entiendo por qué se ofreció a hacerlo.
Disfrute
mucho aquello a pesar de todo.
Subió
sobre mí, la tomé del trasero. Tenía los senos al aire, eran
enormes. El pene se deslizo suave hacia dentro. Comenzó a moverse y
gemir. Volví a repetirme en mi interior, “con que… así es cómo
se siente”. Lo disfrutaba, su coño era tibio, húmedo, además la
sensación de otro cuerpo excedía por mucho el placer solitario.
Además está lo que con el tiempo se aprende, pero entonces no tenía
idea de ello.
Me
corrí demasiado pronto. Pedí excusas, lo intenté de nuevo, y los
nervios desinflaron la verga. Ella fue al baño, me quedé riendo
estúpidamente. Cuando volvió dijo que quería dormir un poco, no
tuve nada que contestar. El motel lo habíamos tomado por 12 horas,
toda la noche, había imaginado esto de manera distinta.
La
verga respondió minutos después, se irguió y penetró aquel coño
limpio y hermoso. La conciencia, de nuevo, se esfumó. Veía entrar
la verga en ese coño, como si fuera un primer plano de una película
porno, veía los senos enormes moverse, agitarse. Ella gemía y
pronto comencé a hacerlo también.
Pensé
en cómo debería hacerse, ¿dejar salir el gemido como lo sentía o
matizarlo para no sonar extraño? El gemido de un hombre es algo que
desaparece del imaginario. Me deje ir en algo parecido al gruñido de
un animal. Sentía algo hermoso. Un fuego tibio pero lejano.
Me
corrí sobre su abdomen. Ella estiró su mano y lo esparció sobre su
cuerpo. Me tumbé en la cama. Me observaba en el espejo del techo,
desnudo, agitado, cansado. “¿Te ha gustado?”, preguntó ella.
“Así que de esto se trata”, me repetí en silencio.