viernes, 23 de enero de 2015

Segunda persona del singular


   Escribes en Facebook que irás a trabajar al día siguiente, recibes una ola de comentarios a los que quieres responder de forma insultante, no lo haces porque te parece que en lo que  dicen hay algo de verdad. Te desconectas. Dejas en el móvil sintonizada una emisora que es la que escucha tu novia. Duermes bien, pero no dejas de sentirte mal por tener que ir a trabajar. En la mañana llamas a Natalia pero no contesta el móvil o contesta pero está tan dormida que ni siquiera se da de cuenta que habla contigo. No das importancia, sabes de su gusto por dormir hasta tarde. Sales temprano, calculando el tiempo que demorarás yendo de un punto de la ciudad a otro, donde te espera un jefe y un trabajo mediocre. Necesitas dinero, Natalia, tu novia, insiste en salir a bailar cada fin de semana, y con el que consigues en lo que llamas “trabajo nocturno” no alcanza. También está el problema con el Turco y Lucas. Tratas de olvidarlo de inmediato porque te das cuenta de que calculaste mal el tiempo. Montarse a un bus urbano en la mañana es una lucha cuerpo a cuerpo para la que no vas preparado.
    El trabajo, al cual llegas tarde en el primer día, consiste en ir puerta a puerta vendiendo paquetes de arepas precocidas de maíz blanco; cinco arepas por cada paquete. El barrio residencial al sur de la ciudad no se parece en nada a esa loma llena de casas a medio hacer, caminos serpenteantes y filas de escalones infinitos que llamas “hogar”. Todas las calles son planas, fáciles de andar, pero te cansas porque es duro caminar calle tras calle bajo el ardiente sol. Allí está tu primo, quien te ayudó a conseguir el empleo, junto con él se te es encomendado el recorrido. Antes de empezar pides permiso para hacer una llamada. Llamas a Natalia. Ella se encuentra desayunando mientras ve la telenovela de las once.  La saludas con cariño. Ella responde igual. “¿Dónde estás?”, pregunta. “Mami, estoy aquí, camellando”, respondes. “Me alegra, ya era hora de que cambiaras de vida”, te dice. “Es por ti, bebé”, dices. “La salsoteca es esta noche, iré contigo o sin ti” te recuerda. “Amor, usted sabe que no le fallo”, dices. “Papi, te espero”, finaliza ella.
    Tu primo dice que despiertes, que estás dormido. Repite las indicaciones. Debes repetir: uno por tres mil dos por cinco mil. Y así lo haces. El asfalto caliente te fastidia, y el sol te da de frente. Tu primo parece  no sufrir de nada. Sudas, también piensas en Natalia, seré la envidia de la noche. “Mi hembra”, así piensas cuando piensas en Natalia.
    Buscas hablar con tu primo, se ha mostrado un poco distante, tal vez porque su madre le ha dicho de tus andadas, de los problemas que tienes, y no quiere que lo vean mucho contigo, ya sabes, para cuidarse. ¿Cómo va todo?, preguntas. “Bien”, responde él. “¿Crees que se pueda hacer dinero con este trabajo?”, preguntas. “Sí, si te esfuerzas”, responde él. Luego preguntas por los vecinos, que fueron antiguamente también tus vecinos. Tú primo, muy apesadumbrado, te cuenta que han estado matando la gente de por ahí. “No pueden ver a nadie parchado en una esquina porque lo van es fumigando”, así lo dice. Lamentas escuchar aquello, no puedes creerlo, maldices: “Gonorreas hijueputas”, eso es lo que dices para referirte a los encapuchados asesinos. Tu primo te da la razón, pero también dice, “eso, primo, a veces es un mal necesario, el barrio está caliente y que cada quien se labra su propio destino”. Te enojas por eso, le das un golpe en el pecho, dices, “no marica, así no son las vueltas”. Continúas el recorrido, no quieres armar bronca.
    El barrio residencial muy bonito y todo pero nadie te abre la puerta.
    ¿Qué vendes?, pregunta un hombre que oficia como vigilante de la calle. Hace un chiste sobre que no tienes cara de arepero. Eso te enoja. Dices que estás trabajando, que mejor se meta el dedo por el culo y no moleste. El vigilante de la calle se queda mirándote, mudo. Se aparta montado en su bicicleta. Desde  ese momento no te quita el ojo de encima. Cuando ve que en la esquina le das un empujón a tu primo, que no sabe que es tu primo, no aguanta y llama a la policía.
    “Mal necesario”, refunfuñas, “malnacido”. “Amigos de toda la vida muertos y este gran triple setenta hijueputa dice que es un mal necesario”, así hablas cuando llega una patrulla de la policía. Piden que te detengas. Te requisan. Piden tu cédula para identificarte. La sacas de mala gana. La pasas. Ellos hacen la respectiva llamada a la central. Estás ofuscado, ido, perdido; aflora el odio. “Sapos hijos de puta -eso es lo que comienzas a gritar cuando recibes de vuelta el documento de identidad- ¿es que no me van a dejar trabajar? Ellos se ponen bruscos. Amenazan con acusarte de “Irrespeto a la autoridad” para que guardes silencio. No te callas, continuas insultándolos.
    Allí está el vigilante de la cuadra viéndote. En las puertas de las casas ves rostros con expresión de reproche asomados.
    Te sientes furioso. “Estoy trabajando –dices- están violando mis derechos”. Manoteas. Casi golpeas a un agente. Ellos aplican un protocolo poco ortodoxo. Te golpean, según las palabras que usaron, te redujeron. Te meten en la patrulla, te acusan de atentar contra la integridad de un agente. Tu primo está también allí, puede ayudarte, pero no lo hace.
    Te repites en la mente eso de “un mal necesario” y bajas la cabeza. Cierran la puerta de la patrulla y escuchas cómo el vigilante dice a la policía que hay que acabar con esa plaga de la ladera, vienen por aquí únicamente a robar. No prestas atención porque piensas en Natalia, en su minifalda, en la salsoteca. Ves los paquetes de arepas precocidas tirados en la calle. Escupes. Saliva mezclada con sangre mancha el piso de la patrulla. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario