Escribes en Facebook
que irás a trabajar al día siguiente, recibes una ola de comentarios a los que
quieres responder de forma insultante, no lo haces porque te parece que en lo
que dicen hay algo de verdad. Te
desconectas. Dejas en el móvil sintonizada una emisora que es la que escucha tu
novia. Duermes bien, pero no dejas de sentirte mal por tener que ir a
trabajar. En la mañana llamas a Natalia pero no contesta el móvil o contesta
pero está tan dormida que ni siquiera se da de cuenta que habla contigo. No das
importancia, sabes de su gusto por dormir hasta tarde. Sales temprano,
calculando el tiempo que demorarás yendo de un punto de la ciudad a otro, donde
te espera un jefe y un trabajo mediocre. Necesitas dinero, Natalia, tu novia, insiste en salir a bailar cada fin de semana, y con el que
consigues en lo que llamas “trabajo nocturno” no alcanza. También está
el problema con el Turco y Lucas. Tratas de olvidarlo de inmediato porque te das
cuenta de que calculaste mal el tiempo. Montarse a un bus urbano en la mañana
es una lucha cuerpo a cuerpo para la que no vas preparado.
El trabajo, al cual
llegas tarde en el primer día, consiste en ir puerta a puerta vendiendo paquetes
de arepas precocidas de maíz blanco; cinco arepas por cada paquete. El barrio
residencial al sur de la ciudad no se parece en nada a esa loma llena de casas
a medio hacer, caminos serpenteantes y filas de escalones infinitos que llamas “hogar”.
Todas las calles son planas, fáciles de andar, pero te cansas porque es duro
caminar calle tras calle bajo el ardiente sol. Allí está tu primo, quien te
ayudó a conseguir el empleo, junto con él se te es encomendado el recorrido.
Antes de empezar pides permiso para hacer una llamada. Llamas a Natalia. Ella
se encuentra desayunando mientras ve la telenovela de las once. La saludas con cariño. Ella responde igual. “¿Dónde
estás?”, pregunta. “Mami, estoy aquí, camellando”, respondes. “Me alegra, ya
era hora de que cambiaras de vida”, te dice. “Es por ti, bebé”, dices. “La
salsoteca es esta noche, iré contigo o sin ti” te recuerda. “Amor, usted sabe que
no le fallo”, dices. “Papi, te espero”, finaliza ella.
Tu primo dice que
despiertes, que estás dormido. Repite las indicaciones. Debes repetir: uno por tres
mil dos por cinco mil. Y así lo haces. El asfalto caliente te fastidia, y el
sol te da de frente. Tu primo parece no
sufrir de nada. Sudas, también piensas en Natalia, seré la envidia de la noche.
“Mi hembra”, así piensas cuando piensas en Natalia.
Buscas hablar con tu
primo, se ha mostrado un poco distante, tal vez porque su madre le ha dicho de
tus andadas, de los problemas que tienes, y no quiere que lo vean mucho
contigo, ya sabes, para cuidarse. ¿Cómo va todo?, preguntas. “Bien”, responde
él. “¿Crees que se pueda hacer dinero con este trabajo?”, preguntas. “Sí, si te
esfuerzas”, responde él. Luego preguntas por los vecinos, que fueron
antiguamente también tus vecinos. Tú primo, muy apesadumbrado, te cuenta que
han estado matando la gente de por ahí. “No pueden ver a nadie parchado en una
esquina porque lo van es fumigando”, así lo dice. Lamentas escuchar aquello, no
puedes creerlo, maldices: “Gonorreas hijueputas”, eso es lo que dices para
referirte a los encapuchados asesinos. Tu primo te da la razón, pero también dice,
“eso, primo, a veces es un mal necesario, el barrio está caliente y que cada
quien se labra su propio destino”. Te enojas por eso, le das un golpe en el
pecho, dices, “no marica, así no son las vueltas”. Continúas el recorrido, no
quieres armar bronca.
El barrio residencial
muy bonito y todo pero nadie te abre la puerta.
¿Qué vendes?, pregunta
un hombre que oficia como vigilante de la calle. Hace un chiste sobre que no tienes
cara de arepero. Eso te enoja. Dices que estás trabajando, que mejor se meta el
dedo por el culo y no moleste. El vigilante de la calle se queda mirándote, mudo.
Se aparta montado en su bicicleta. Desde ese momento no te quita el ojo de encima. Cuando
ve que en la esquina le das un empujón a tu primo, que no sabe que es tu primo,
no aguanta y llama a la policía.
“Mal necesario”,
refunfuñas, “malnacido”. “Amigos de toda la vida muertos y este gran triple
setenta hijueputa dice que es un mal necesario”, así hablas cuando llega una
patrulla de la policía. Piden que te detengas. Te requisan. Piden tu cédula
para identificarte. La sacas de mala gana. La pasas. Ellos hacen la respectiva
llamada a la central. Estás ofuscado, ido, perdido; aflora el odio. “Sapos
hijos de puta -eso es lo que comienzas a gritar cuando recibes de vuelta el
documento de identidad- ¿es que no me van a dejar trabajar? Ellos se ponen
bruscos. Amenazan con acusarte de “Irrespeto a la autoridad” para que guardes
silencio. No te callas, continuas insultándolos.
Allí está el
vigilante de la cuadra viéndote. En las puertas de las casas ves rostros con expresión
de reproche asomados.
Te sientes furioso. “Estoy
trabajando –dices- están violando mis derechos”. Manoteas. Casi golpeas a un
agente. Ellos aplican un protocolo poco ortodoxo. Te golpean, según las
palabras que usaron, te redujeron. Te meten en la patrulla, te acusan de atentar
contra la integridad de un agente. Tu primo está también allí, puede ayudarte,
pero no lo hace.
Te repites en la
mente eso de “un mal necesario” y bajas la cabeza. Cierran la puerta de la
patrulla y escuchas cómo el vigilante dice a la policía que hay que acabar con
esa plaga de la ladera, vienen por aquí únicamente a robar. No prestas atención
porque piensas en Natalia, en su minifalda, en la salsoteca. Ves los paquetes
de arepas precocidas tirados en la calle. Escupes. Saliva mezclada con sangre
mancha el piso de la patrulla.
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