A veces se recuesta en la
habitación, sobre la cama, vista al techo, con la radio encendida y deja pasar
el tiempo. Las horas son una carga, y aplastado por ellas Andrés no se mueve. Elude
cualquier sensación. La nada lo abruma. ¿Un
collar al cuello? Sí… Andrés se siente de manera extraña. Tiene 14 años y
no recuerda muy bien nada de esos años. Quizá el nombre de su programa favorito,
el nombre de la chica del colegio que le gusta; recuerda el rostro de la chica
que beso en la biblioteca, pero no su nombre ni dónde la conoció; no tiene un
perro, o eso cree recordar; tampoco un gato. El supernes está junto al
televisor. Andrés está solo. Su madre ha salido a trabajar. Su padre no está en
casa, no lo ha estado nunca. Andrés pasa de pie mucho tiempo viendo hacia la
pantalla. Entiende que cuatro hombres, guerrilleros, plantan el collar en el
cuello de la señora a quien ve junto a un barranco de tierra amarilla
acompañada de un oficial de policía que no usa protección antibombas. Quiere
hacerle sentir que no hay de qué preocuparse. La imagen está en las pantallas a
nivel nacional.
Otros dos momentos en la vida
de Andrés han sido como este en el que se queda frente a la pantalla sintiendo
algo que no sabe explicarse pero que le hace sentir vivo. El primero lo
recuerda porque fue un día cercano al nacimiento de su hermano. Veía la televisión
en la mañana, su madre había salido al hospital urgida por unos dolores, tenía
ocho meses de embarazo, no había que correr riesgos. Estaba sentado sobre una
alfombra roja. Primero un informativo de última hora en la televisión y luego
una trasmisión en directo desde el lugar de los hechos. La expresión “lugar de
los hechos” le hizo gracia. Un terremoto destruyó la ciudad de la que es origen
su madre, eso lo consternó, recuerda, pensaba en sus tíos y la gente que había
conocido en las vacaciones pasadas. El segundo sucedió en 2001 cuando sin
explicación los soltaron temprano del colegio. Cuando llegó a casa y encendió
la televisión vio en cada canal lo mismo. Una imagen de un avión estrellándose
contra un edificio. Una y otra vez. En cada pantalla del mundo.
En todos estos momentos hubo
algo en común que lo hacía sentirse bien; compartía algo con alguien más.
Estaba solo, pero al salir al siguiente día sabría que todos hablarían de
aquello. Entonces él también podría decir algo. Entonces él no estaría solo con
sus pensamientos. Entonces sabría qué decir y cómo sonar. Entonces no se
sentiría extraño en los lugares que comúnmente se sentía extraño. Demasiado
solo. Demasiado acostumbrado a dejar pasar todo. Menos esto.
A los 16 toma una botella de vodka
solo en su casa. Comienza a tener problemas con el alcohol. Su madre no se
entera hasta un par de años después cuando encuentra bajo la cama de Andrés un
bar clandestino. Bebía todas las noches antes de dormir. En 2003 abrió su
primera cuenta en Hotmail, la misma que ha tenido hasta el día de hoy y la que
revisa en este momento buscando la respuesta para una beca en la universidad.
Mucho tiempo desperdiciado. No sucede nada, y eso le hace sentir triste. Pero
en el 2000 nada de esto importa y se siente particularmente bien estando
asustado frente a la pantalla.
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